Soy un superhéroe. Mi madre siempre me decía que a mis treinta y dos años no debía jugar a chupar enchufes pero qué le iba a hacer, siempre he sido un poco curioso.
Después de una larga recuperación en el hospital mi vida ha cambiado. Estaba escribiendo una nota a mi médico —porque no le daba la gana de entenderme— cuando alguien gritó a mi lado.
¡Qué susto me daría que se me cayó el lápiz y yo de la silla! Me incorporé como pude ante la mirada atónita del doctor. Movía la cabeza de un lado a otro pero en este despacho solo estábamos los dos.
¡Qué susto me daría que se me cayó el lápiz y yo de la silla! Me incorporé como pude ante la mirada atónita del doctor. Movía la cabeza de un lado a otro pero en este despacho solo estábamos los dos.
—¡Eh! Que me estabas ahogando —exclamó el lápiz. No cabía en mi asombro.
—Perdona, perdona, no me he dado cuenta —le dije.
—¿Cuenta de qué? —señaló el doctor.
— No hablaba con usted, disculpe —le contesté.
—¿Entonces? — me replicó.
Me excusé diciéndole que había sido un mal entendido entre él, el lápiz y yo. El doctor soltó una carcajada —Continúe —me dijo sonriendo. Así que cogí el lápiz con mucho cuidado y nos presentamos. Se llamaba Bruno, natural de los Alpes, era escritor y dibujante de vocación.
El doctor puso la misma cara que yo según transcurría la conversación. Estábamos tan interesados que el doctor me pidió un segundo para llamar a dos compañeros suyos. La verdad es que estaba siendo muy emocionante. Continuamos los cinco en torno al lápiz, ¡Qué cantidad de peripecias nos contaba!.
Los doctores tendrán muchos estudios, y no dudo que no sean inteligentes, pero se nota que no saben mantener una conversación con normalidad. Siempre que intervienen lo hacen a destiempo, interrumpiendo a Bruno o con temas que habíamos cerrado hace un tiempo. Necesitan vida social.
Después de cuatro horas de conversación, notas tomadas por los médicos y un vaso de agua, me indicaron que me iban a cambiar de habitación.
Mi habitación ahora es blanca y es superdivertida. Debe ser de algún diseñador sueco de esos modernos. Creo que los doctores me están empezando a conocer bien, porque me han acolchado las paredes, el techo y el suelo. Ahora todas las mañanas puedo lanzarme contra las paredes sin hacerme daño al grito de —¡Patata!.
Cuando esté recuperado de la lengua y salga —si no es muy caro—, me lo voy a poner en mi habitación. ¡Soy tan feliz!
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